la tribuna
SIENDO como son muchos los propietarios de viviendas ilegales en Andalucía, y muchísimo el tiempo que se han tomado nuestras autoridades para su elaboración, muchas eran también las expectativas que había levantado el decreto por el que se regula el régimen de las edificaciones y asentamientos en suelo no urbanizable en la comunidad autónoma de Andalucía, norma publicada en el BOJA el pasado día 30 de enero y que, según se nos ha informado, viene a resolver el grave problema económico y medioambiental que para nuestra tierra ha representado y representa el incumplimiento generalizado de las obligaciones urbanísticas que hemos sufrido calladamente, durante los últimos 30 años, todos los que vivimos en Andalucía y procuramos cumplir las normas.
Lamentándolo mucho por los técnicos que seguro han trabajado duro en su elaboración, visto el resultado obtenido, no podemos por menos que recordar la famosa frase de Fedro: "El monte, al cabo, parió un ratón". O lo que es lo mismo, muchas eran las expectativas creadas y magro, a mi juicio, el resultado obtenido.
Porque el decreto yerra ya, en mi opinión, desde su mismo principio inspirador, el del enfoque del problema.
Nos encontramos ante una situación excepcional -la de las más de 300.000 viviendas ilegales construidas en Andalucía en los últimos 30 años-, a la que hemos llegado, en parte por el incumplimiento generalizado de las normas que regulan el proceso urbanístico por unos muchos, y en parte por la desidia e incompetencia de unas autoridades que han consentido dichos incumplimientos y no han sabido dar cauce legal a una parte de las justas aspiraciones de vivienda de los ciudadanos.
Consecuencia de ello es el desastre que todo este desgraciado proceso ha traído consigo: económico, porque una buena parte de esas viviendas son auténticas res extra comercium, excluidas del tráfico jurídico y del crédito territorial, con los graves perjuicios que ello ocasiona tanto a sus propietarios como a la comunidad, y medioambiental, para cuya descripción basta con traer a la mente de todos la imagen de los cientos de miles de pozos negros que se han construido sin ningún tipo de control a lo largo y ancho de la geografía andaluza.
Y ante una situación excepcional, la solución también tendría que haberlo sido, a mi juicio, desde una triple perspectiva: la del rango de la norma, la de su ámbito de aplicación temporal y la de la forma de implementar el proceso de regularización.
Así, por exigencia del principio de jerarquía normativa -el que establece que una norma no puede ir contra lo dispuesto en otra de rango superior-, el proceso tendría que haberse acometido a través de una ley; una especie de norma de punto final que, por un lado, viniera a solucionar de verdad y de inmediato, con un fuerte apoyo político en el Parlamento, el problema de casi todas las viviendas ilegales -incluyendo todas las construidas hasta la fecha en la zona de influencia del litoral, en suelo con algún tipo de protección y las incompatibles con el modelo urbanístico o territorial del municipio- y no sólo el de algunas, y que, por el otro, no apuntase como regla general de actuación para las excluidas de la regularización a futuras demoliciones.
Asimismo, la norma tendría que haber establecido un plazo perentorio de regularización -2 ó 3 años-, lo que hubiera traído consigo, además de ventajas económicas para todos, la pronta solución del problema, que ahora se deja ad calendas graecas, al hacerse depender de la aprobación o revisión de unos instrumentos de planeamiento que, transcurridos diez años desde la publicación de la ley de referencia, todavía no han sido capaces de sacar adelante más del 50% de los municipios andaluces.
De la misma forma, en lugar de dejarse al albur de los propietarios afectados vía compensación, tendría que haberse dispuesto que el proceso de regularización se llevase en todo caso a buen término, manu militari, por los ayuntamientos respectivos, mediante la elaboración y ejecución directa de los correspondientes proyectos de urbanización, cuyo pago, que debería instrumentarse a través de contribuciones especiales, podría quedar adecuadamente garantizado con la afección de las viviendas.
Por último, no se ha atacado la verdadera raíz del problema, que no son tanto las viviendas ilegales -muchas de ellas ya legalizadas mediante su registración, que ahora se dificulta- como los proindivisos sobre los que se han edificado la mayor parte de ellas, y cuya solución final se deja, como decíamos, a futuros planeamientos.
En definitiva, estamos ante un proceso ocasionado por la imprevisión y dejación de funciones en que han incurrido nuestras autoridades en los últimos 30 años, y ante una solución políticamente mal enfocada, poco ambiciosa y, desde luego, oportunista. Con todo ello, se cumple, una vez más, la regla general de que el que ha contribuido a crear un problema, muy difícilmente puede encontrar la forma de solucionarlo.
Lamentándolo mucho por los técnicos que seguro han trabajado duro en su elaboración, visto el resultado obtenido, no podemos por menos que recordar la famosa frase de Fedro: "El monte, al cabo, parió un ratón". O lo que es lo mismo, muchas eran las expectativas creadas y magro, a mi juicio, el resultado obtenido.
Porque el decreto yerra ya, en mi opinión, desde su mismo principio inspirador, el del enfoque del problema.
Nos encontramos ante una situación excepcional -la de las más de 300.000 viviendas ilegales construidas en Andalucía en los últimos 30 años-, a la que hemos llegado, en parte por el incumplimiento generalizado de las normas que regulan el proceso urbanístico por unos muchos, y en parte por la desidia e incompetencia de unas autoridades que han consentido dichos incumplimientos y no han sabido dar cauce legal a una parte de las justas aspiraciones de vivienda de los ciudadanos.
Consecuencia de ello es el desastre que todo este desgraciado proceso ha traído consigo: económico, porque una buena parte de esas viviendas son auténticas res extra comercium, excluidas del tráfico jurídico y del crédito territorial, con los graves perjuicios que ello ocasiona tanto a sus propietarios como a la comunidad, y medioambiental, para cuya descripción basta con traer a la mente de todos la imagen de los cientos de miles de pozos negros que se han construido sin ningún tipo de control a lo largo y ancho de la geografía andaluza.
Y ante una situación excepcional, la solución también tendría que haberlo sido, a mi juicio, desde una triple perspectiva: la del rango de la norma, la de su ámbito de aplicación temporal y la de la forma de implementar el proceso de regularización.
Así, por exigencia del principio de jerarquía normativa -el que establece que una norma no puede ir contra lo dispuesto en otra de rango superior-, el proceso tendría que haberse acometido a través de una ley; una especie de norma de punto final que, por un lado, viniera a solucionar de verdad y de inmediato, con un fuerte apoyo político en el Parlamento, el problema de casi todas las viviendas ilegales -incluyendo todas las construidas hasta la fecha en la zona de influencia del litoral, en suelo con algún tipo de protección y las incompatibles con el modelo urbanístico o territorial del municipio- y no sólo el de algunas, y que, por el otro, no apuntase como regla general de actuación para las excluidas de la regularización a futuras demoliciones.
Asimismo, la norma tendría que haber establecido un plazo perentorio de regularización -2 ó 3 años-, lo que hubiera traído consigo, además de ventajas económicas para todos, la pronta solución del problema, que ahora se deja ad calendas graecas, al hacerse depender de la aprobación o revisión de unos instrumentos de planeamiento que, transcurridos diez años desde la publicación de la ley de referencia, todavía no han sido capaces de sacar adelante más del 50% de los municipios andaluces.
De la misma forma, en lugar de dejarse al albur de los propietarios afectados vía compensación, tendría que haberse dispuesto que el proceso de regularización se llevase en todo caso a buen término, manu militari, por los ayuntamientos respectivos, mediante la elaboración y ejecución directa de los correspondientes proyectos de urbanización, cuyo pago, que debería instrumentarse a través de contribuciones especiales, podría quedar adecuadamente garantizado con la afección de las viviendas.
Por último, no se ha atacado la verdadera raíz del problema, que no son tanto las viviendas ilegales -muchas de ellas ya legalizadas mediante su registración, que ahora se dificulta- como los proindivisos sobre los que se han edificado la mayor parte de ellas, y cuya solución final se deja, como decíamos, a futuros planeamientos.
En definitiva, estamos ante un proceso ocasionado por la imprevisión y dejación de funciones en que han incurrido nuestras autoridades en los últimos 30 años, y ante una solución políticamente mal enfocada, poco ambiciosa y, desde luego, oportunista. Con todo ello, se cumple, una vez más, la regla general de que el que ha contribuido a crear un problema, muy difícilmente puede encontrar la forma de solucionarlo.
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